miércoles, 15 de julio de 2009

Las cajeras de mi barrio

Odio a las cajeras del súper de mi barrio y a las del barrio de al lado también porque en realidad todas las cajeras de todos los supermercados de todos los barrios son todas iguales.

Prepotentes de nacimiento, están todo el rato calladas para que cuando llegues tú, justo en ese momento y no otro, ponerse a hablar con la compañera de la otra caja. Lo tengo observado, lo hacen a posta para que veas que aunque son unas poligoneras de cuidado han desarrollado la capacidad de hablar con la compañera de la otra caja a la vez que pueden pisar el pedal para que se desplace la cinta donde has dejado la compra, pasar los productos por el lector de código de barras, mirarte y mascar chicle. Todo a la vez.

Mientras ella pasa productos por el lector de código de barras tú estás ahí intentando meter las cosas en las bolsas. Esas malditas bolsas de plástico que están tan pegadas que te ponen nervioso porque no las puedes abrir y se te acumulan las cosas que ya ha cobrado. Esperas -yo en algunas ocasiones me he sorprendido rezando- que haya bolsas suficientes para no tener que pedírselas:
¿Me puedes dar más bolsas?
¡Ay, alma cándida! Pocas cosas hay peores en el mundo que pedirle bolsas a una cajera. Te echa una de esas miradas... como las que yo imagino que le echa a su marido siempre que llega él tarde a casa y ella le dice que huele a puta y que dónde viene; entonces el marido reconoce que se ha tirarado a la Vane, la mejor amiga de ella, pero que es la última vez que lo hace; entonces ella le echaría esa mirada de desprecio pensando:
Porque te necesito para comer y darle de comer a los dos niños, si no, ni te daría los buenos días.
Esa mirada que le echa al marido es la misma que le echa a alguien que le pide más bolsas:
Porque te necesito para comer y darle de comer a los dos niños, si no, ni te daría los buenos días.
Acto seguido comienza a hacer un análisis visual de lo que ya has metido en las bolsas para comprobar que efectivamente, el resultado del escáner es que no te cogen más cosas en ellas. Yo me imagino que tiene una vista como la de Robocop, partida en cuadritos verdes para analizar mejor todo lo que entra en su campo visual y una raya roja va subiendo y bajando comprobando todo; si una bolsa estuviera medio vacía saltaría dentro de su cerebro una lucecita amarilla y la palabra "Danger" parpadearía en la parte inferior izquierda de su campo visual; pero si está todo correcto mete la mano por ahí debajo y en un ataque de generosidad y altruismo te da dos bolsas más. Hija de puta, ni que fueras a heredar el negocio.

Ella sigue cobrando productos y hablando con la compañera de la otra caja mientras tú sigues metiendo todo en las bolsas y escuchas que dice:
...me puse la mascarilla del pelo... diez con treinta y dos... y me di el champú antes de aclararme...
Hay que estar muy atentos, porque ese "diez con treinta y dos" no es el número del tinte o de eso de lo que esté hablando. Ese es el precio de tu compra, que pasa ante ti enmascarado en esa conversación; claro, tú te quedas parado esperando a que te diga el precio porque crees que no te lo ha dicho. Pero allí está ella, capaz de repetirte otra vez el precio, esta vez vuelta hacia ti y mirándote a los ojos. Entonces descubres algo extraño.

¿Cuántas veces se abre y se cierra la boca para poder decir "diez-con-trein-tay-dos"? ¿Unas cinco veces? Bien, pues ella entre sílaba y sílaba es capaz de masticar el chicle una o dos veces sin que por ello reste calidad al sonido que emite al repetir el precio total de la compra. Son unas mascachicles profesionales.

Pues bien, tú abres la cartera y le das diez euros con cincuenta céntimos. Ella lo cuenta y te vuelve a mirar, pero esta vez ha cambiado. La expresión de su cara es otra: los ojos le brillan, en la boca se dibuja una pequeña sonrisa, el tono de su voz es dulce mientras te pregunta:
¿Tienes treinta y dos?
Y tú, que te vuelves a acordar de que es posible que su marido se la esté pegando otra vez con la Vane en ese momento, te imaginas que ella, resentida de su matrimonio, te está tirando los trastos a ti y por un momento estás por responderle:
No, tengo veinticuatro.
¿Es por la edad por lo que te pregunta o es por el pico de los diez euros? Menos mal que eres rápido de reflejos y no caes en la trampa de sus preguntas ambiguas. Menudas arpías, se las saben todas. Al fin respondes:
No, no tengo.
Y ella, que te había mostrado la mejor cara que puede mostrar detrás de las cuatro capas de maquillaje para seducirte y hacerte rebuscar entre tu calderilla el pico exacto -porque como todos sabemos, en los supermercados, billetes de veinte euros hay a patadas, pero la calderilla siempre escasea-, cambia otra vez su cara por la de antes y en su último acto de desprecio hace un gesto milimétricamente calculado: al moverse sobre su silla hacia el cajón para darte el cambio, hay un momento en el que gira el tronco antes que la cabeza, que sigue fija en ti, y durante ese instante te echa una mirada por encima del hombro y una sonrisilla malvada, creyéndose superior a ti solo porque ella sabe en qué parte del refrigerador están los yogures que tardan más en caducar y tú no.

Al fin vas a salir del establecimiento cargado de bolsas, con el cambio bien recibido, feliz, contento porque una vez más has podido con ellas, y cuando pones el primer pie fuera de la tienda, eufórico, piensas que si no fueras cargado de bolsas darías saltos y gritarías:
¡Soy el puto amo! ¡El puto amo!

2 comentarios:

caracolo dijo...

Lo del chicle y la conversación con la otra cajera LO HAS CLAVAO MAMONA !!! XD

Anónimo dijo...

Hola!!!
Muy interesante tu blog!!
Soy cajera, y tenes mucha razon con lo que decis...
En mi caso yo atiendo bien a la gente, aunque muchas veces no valga la pena, ya que nadie lo destaca.
Si queres saber mas de nuestro trabajo te dejo mi blog:
www.cajeradehipermercado.blogspot.es

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